P. Antonio Spadaro, S.J.1
Director de La Civiltà Cattolica
Es el lunes 19 de agosto. El
papa Francisco me ha dado una cita para las diez de la mañana en
Santa Marta. Yo, sin embargo, quizá por herencia paterna, siento la
necesidad de llegar siempre con alguna anticipación. Las personas
que me acogen me hacen esperar en una salita. La espera es breve y,
tras un momento, alguien me acompaña a subir al ascensor. En dos minutos me
ha venido a la memoria la propuesta que surgió en Lisboa, durante una reunión
de directores de algunas revistas de la Compañía de Jesús. Allí surgió la
idea de publicar todos a la vez una entrevista al Papa. Hablando con los demás
directores, formulamos algunas preguntas que pudiesen expresar intereses
comunes. Salgo del ascensor y veo al Papa, que me espera ya junto a la
puerta. En realidad tengo la curiosa impresión de no haber atravesado puerta
alguna.
Cuando entro a su
habitación, el Papa ofrece que me siente en una butaca. Sus problemas
de espalda hacen que él deba ocupar una silla más alta y
rígida que la mía. El ambiente es simple y austero. Sobre el escritorio, el espacio
de trabajo es pequeño. Me impresiona lo esencial de los muebles y las demás
cosas. Los libros son pocos, son pocos los papeles, pocos los objetos.
Entre estos, una imagen de
san Francisco, una estatua de Nuestra Señora de Luján, patrona de
Argentina, un crucifijo y una estatua de san José sorprendido en
el sueño, muy parecida a la que vi en su despacho de rector y superior provincial
en el Colegio Máximo de San Miguel. La espiritualidad de Bergoglio no
está hecha de “energías en armonía”, como las llamaría él, sino de rostros humanos:
Cristo, san Francisco, san José, María.
El Papa me acoge con esa
sonrisa que a estas alturas ha dado la vuelta al mundo y que
ensancha los corazones. Empezamos a hablar de muchas cosas,
pero sobre todo de su viaje a Brasil. El Papa lo considera una verdadera
gracia. Le pregunto si ha descansado ya. Me responde que sí, que se encuentra
bien, pero, sobre todo, que la Jornada Mundial de la Juventud ha supuesto
para él un “misterio”. Me dice que no estaba acostumbrado a hablar a tanta
gente: “Yo suelo dirigir la vista a las personas concretas, una a una, y ponerme
en contacto de forma personal con quien tengo delante. No estoy hecho
a las masas”. Le digo que es verdad, que eso se ve, y que a todos nos impresiona.
Se ve que, cuando se encuentra en medio de la gente, en realidad posa
sus ojos sobre personas concretas. Como luego las cámaras proyectarán las
imágenes y todos podrán contemplarle, queda libre para ponerse en contacto
directo, por lo menos ocular, con el que tiene delante. Tengo la impresión
de que esto le satisface, es decir, poder ser el que es, no sentirse obligado
a cambiar su modo normal de comunicarse con los demás, ni siquiera cuando
tiene delante a millones de personas, como fue el caso en la playa de Copacabana.
Antes de que pueda encender
mi grabadora hablamos todavía de otra cosa. Comentando una
publicación mía, me dice que los dos pensadores franceses
contemporáneos que más le gustan son Henri de Lubac y Michel de Certeau.
Le confieso también yo algo más personal. Y él comienza a hablarme de
sí y de su elección al pontificado. Me dice que cuando comenzó a darse cuenta
de que podría llegar a ser elegido –era el miércoles 13 de marzo durante
la comida– sintió que le envolvía una inexplicable y profunda paz y consolación
interior, junto con una oscuridad total que dejaba en sombras el resto
de las cosas. Y que estos sentimientos le acompañaron hasta su elección.
Sinceramente hubiera
continuado hablando en este tono familiar por mucho tiempo, pero
tomo las páginas con las preguntas que llevo anotadas y enciendo
la grabadora. Antes de nada, le doy las gracias en nombre de todos los
directores de las revistas de la Compañía de Jesús que publicarán esta entrevista.
El Papa, poco antes de la
audiencia que concedió a los jesuitas de La
Civiltà Cattolica, me
había mencionado su gran renuencia a conceder entrevistas. Me había
confesado que prefiere pensarse las cosas más que improvisar respuestas
sobre la marcha en una entrevista. Siente que las respuestas precisas
le surgen cuando ya ha formulado la primera: “No me reconocía
a mí mismo cuando comencé a responder a los periodistas que me lanzaban
sus preguntas durante el vuelo de vuelta de Río de Janeiro”, me dice. Pero
es cierto: a lo largo de esta entrevista el Papa se ha sentido libre de interrumpir
lo que estaba diciendo en su respuesta a una pregunta, para añadir algo a una
respuesta anterior. Hablar con el papa Francisco es una especie de flujo
volcánico de ideas que se engarzan unas con otras. Incluso el acto de tomar
apuntes me produce la desagradable sensación de estar interrumpiendo un
diálogo espontáneo. Es obvio que el papa Francisco está más acostumbrado
a la conversación que a la cátedra.
¿QUIÉN ES JORGE MARIO
BERGOGLIO?
Tengo una pregunta
preparada, pero decido no seguir el esquema prefijado y la formulo un
poco a quemarropa: “¿Quién es Jorge Mario Bergoglio?”. Se me queda
mirando en silencio. Le pregunto si es lícito hacerle esta
pregunta… Hace un gesto de aceptación y me dice: “No sé cuál puede ser la
respuesta exacta… Yo soy un pecador. Esta es la definición más exacta. Y no
se trata de un modo de hablar o un género literario. Soy un pecador”.
El Papa sigue reflexionando,
concentrado, como si no se hubiese esperado esta pregunta, como
si fuese necesario pensarla más.
“Bueno, quizá podría decir
que soy despierto, que sé moverme, pero que, al mismo tiempo, soy
bastante ingenuo. Pero la síntesis mejor, la que me sale
más desde dentro y siento más verdadera es esta: “Soy un pecador en quien
el Señor ha puesto los ojos”. Y repite: “Soy alguien que ha sido mirado por
el Señor. Mi lema, ‘Miserando atque eligendo’, es algo que, en mi caso, he sentido
siempre muy verdadero”.
El papa Francisco ha tomado este lema de las homilías de san Beda
el Venerable
que, comentando el pasaje evangélico de la vocación de san Mateo, escribe:
“Jesús vio un publicano y, mirándolo con amor y eligiéndolo, le dijo: Sígueme”.
Añade: “El gerundio latino miserando me parece intraducible tanto en italiano como en español. A
mí me gusta traducirlo con otro gerundio que no existe: misericordiando”.
El papa Francisco, siguiendo el hilo de su reflexión, me dice,
dando un
salto cuyo sentido no acabo de comprender: “Yo no conozco Roma.
Son pocas
las cosas que conozco. Entre estas está Santa María la Mayor:
solía ir
siempre”. Riendo, le digo: “¡Lo hemos entendido todos muy bien,
Santo Padre!”. “Bueno, sí –prosigue el Papa–, conozco Santa María la
Mayor, San
Pedro… pero cuando venía a Roma vivía siempre en Vía della Scrofa.
Desde
allí me acercaba con frecuencia a visitar la iglesia de San Luis
de los
Franceses y a contemplar el cuadro de la vocación de san Mateo de Caravaggio”. Empiezo a intuir qué me quiere decir el Papa.
“Ese dedo de Jesús,
apuntando así… a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo”. Y en
este momento el Papa se decide, como si hubiese captado la imagen de
sí mismo que andaba buscando: “Me impresiona el gesto de
Mateo. Se aferra a su dinero, como diciendo: ‘¡No, no a mí! No, ¡este dinero es
mío!’. Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada…
Y esto es lo que dije cuando me preguntaron si aceptaba la elección de
Pontífice”. Y murmura: “Peccator sum, sed super
misericordia et infinita patientia Domini nostri Jesu Christi confisus et in spiritu penitentiae
accepto”.
¿POR QUÉ SE HIZO JESUITA?
Me hago cargo de que esta fórmula de aceptación es para el papa Francisco
una tarjeta de identidad. Nada más que añadir. Y continúo con la que llevaba
preparada como primera pregunta: “Santo Padre, ¿qué le movió a tomar
la decisión de entrar en la Compañía de Jesús? ¿Qué le llamaba la atención
en la Orden de los jesuitas?”.
“Quería algo más. Pero no sabía qué era. Había entrado en el
seminario.
Me atraían los dominicos y tenía amigos dominicos. Pero al fin he
elegido la
Compañía, que llegué a conocer bien, al estar nuestro seminario
confiado a los
jesuitas. De la Compañía me impresionaron tres cosas: su carácter
misionero,
la comunidad y la disciplina. Y esto es curioso, porque yo soy un
indisciplinado
nato, nato, nato. Pero su disciplina, su modo de ordenar el
tiempo, me ha
impresionado mucho”.
“Y, después, hay algo
fundamental para mí: la comunidad. Había buscado desde siempre una
comunidad. No me veía sacerdote solo: tengo necesidad de comunidad. Y lo
deja claro el hecho de haberme quedado en Santa Marta: cuando fui
elegido ocupaba, por sorteo, la habitación 207. Esta en que
nos encontramos ahora es una habitación de huéspedes. Decidí vivir aquí, en
la habitación 201, porque, al tomar posesión del apartamento pontificio, sentí
dentro de mí un ‘no’. El apartamento pontificio del palacio apostólico no es lujoso.
Es antiguo, grande y puesto con buen gusto, no lujoso. Pero en resumidas
cuentas es como un embudo al revés. Grande y espacioso, pero con una
entrada de verdad muy angosta. No es posible entrar sino con cuentagotas,
y yo, la verdad, sin gente no puedo vivir. Necesito vivir mi vida junto
a los demás”.
Mientras el Papa habla de misión y de comunidad, me vienen a la cabeza
tantos documentos de la Compañía de Jesús que hablan de “comunidad
para la misión”, y los descubro en sus palabras.
Y PARA UN JESUITA, ¿QUÉ SIGNIFICA SER PAPA?
Quiero seguir en esta línea, y lanzo al Papa una pregunta que
parte del
hecho de que él es el primer jesuita elegido Obispo de Roma:
“¿Cómo entiende
el servicio a la Iglesia universal, que Ud. ha sido llamado a
desempeñar, a la
luz de la espiritualidad ignaciana? ¿Qué significa para un jesuita
haber sido
elegido Papa? ¿Qué aspecto de la espiritualidad ignaciana le ayuda
más a vivir
su ministerio?”.
“El discernimiento”, responde el papa Francisco. “El
discernimiento es una
de las cosas que Ignacio ha elaborado más interiormente. Para él,
es un
instrumento de lucha para conocer mejor al Señor y seguirlo más de
cerca. Me
ha impresionado siempre una máxima con la que suele describirse la
visión de
Ignacio: Non coerceri
maximo, sed contineri minimo divinum est. He reflexionado
largamente sobre esta frase por lo que toca al gobierno, a ser superior:
no tener límite para lo grande, pero concentrarse en lo pequeño. Esta virtud
de lo grande y lo pequeño se llama magnanimidad, y, a cada uno desde la
posición que ocupa, hace que pongamos siempre la vista en el horizonte. Es hacer
las cosas pequeñas de cada día con el corazón grande y abierto a Dios y a
los otros. Es dar su valor a las cosas pequeñas en el marco de los grandes horizontes,
los del Reino de Dios”.
“Esta máxima ofrece parámetros para adoptar la postura correcta en
el discernimiento,
para sentir las cosas de Dios desde su ‘punto de vista’. Para san
Ignacio hay que encarnar los grandes principios en las circunstancias de lugar,
tiempo y personas. A su modo, Juan XXIII adoptó esta actitud de gobierno
al repetir la máxima Omnia videre, multa
disimulare, pauca corrigere porque, aun viendo omnia, dimensión máxima,
prefería actuar sobre pauca, dimensión
mínima”.
“Es posible tener proyectos grandes y llevarlos a cabo actuando
sobre
cosas mínimas. Podemos usar medios débiles que resultan más
eficaces que
los fuertes, como dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios”.
“Un discernimiento de este tipo requiere tiempo. Son muchos, por
poner
un ejemplo, los que creen que los cambios y las reformas pueden
llegar en un
tiempo breve. Yo soy de la opinión de que se necesita tiempo para
poner las bases de un cambio verdadero y eficaz. Se trata del tiempo del discernimiento. Y a
veces, por el contrario, el discernimiento nos empuja a hacer ya lo que inicialmente
pensábamos dejar para más adelante. Es lo que me ha sucedido a mí
en estos meses. Y el discernimiento se realiza siempre en presencia del Señor,
sin perder de vista los signos, escuchando lo que sucede, el sentir de la gente,
sobre todo de los pobres. Mis decisiones, incluso las que tienen que ver con
la vida normal, como el usar un coche modesto, van ligadas a un discernimiento
espiritual que responde a exigencias que nacen de las cosas, de la
gente, de la lectura de los signos de los tiempos. El discernimiento en el Señor
me guía en mi modo de gobernar”.
“Pero, mire, yo desconfío de las decisiones tomadas
improvisadamente.
Desconfío de mi primera decisión, es decir, de lo primero que se
me ocurre
hacer cuando debo tomar una decisión. Suele ser un error. Hay que
esperar,
valorar internamente, tomarse el tiempo necesario. La sabiduría
del
discernimiento nos libra de la necesaria ambigüedad de la vida, y
hace que
encontremos los medios oportunos, que no siempre se identificarán
con lo que
parece grande o fuerte”.
LA COMPAÑÍA DE JESÚS
El discernimiento es, por tanto, un pilar de la espiritualidad del
Papa.
Esto es algo que expresa de forma especial su identidad de
jesuita. En
consecuencia, le pregunto cómo puede la Compañía de Jesús servir a
la Iglesia
de hoy, con qué rasgos peculiares, y también cuáles son los riesgos que le pueden amenazar.
“La Compañía es una institución en tensión, siempre radicalmente en tensión.
El jesuita es un descentrado. La Compañía en sí misma está descentrada:
su centro es Cristo y su Iglesia. Por tanto, si la Compañía mantiene
en el centro a Cristo y a la Iglesia, tiene dos puntos de referencia en su
equilibrio para vivir en la periferia. Pero si se mira demasiado a sí misma, si se
pone a sí misma en el centro, sabiéndose una muy sólida y muy bien ‘armada’
estructura, corre peligro de sentirse segura y suficiente. La Compañía tiene
que tener siempre delante el Deus Semper maior, la búsqueda de la Gloria de Dios cada vez mayor, la Iglesia Verdadera Esposa de Cristo nuestro Señor2, Cristo
Rey que nos conquista y al que ofrecemos nuestra persona y todos
nuestros esfuerzos, aunque seamos poco adecuados vasos de arcilla. Esta
tensión nos sitúa continuamente fuera de nosotros mismos. El instrumento que
hace verdaderamente fuerte a una Compañía descentrada es la realidad, a la vez
paterna y materna, de la ‘cuenta de conciencia’, y precisamente porque le
ayuda a emprender mejor la misión”.
Aquí el Papa hace referencia a un punto específico de las Constituciones de
la Compañía de Jesús, que dice que el jesuita debe “manifestar su conciencia”,
es decir, la situación interior que vive, de modo que el superior pueda
obrar con conocimiento más exacto al enviar una persona a su misión.
“Pero es difícil hablar de la Compañía –prosigue el papa
Francisco–. Si
somos demasiado explícitos, corremos el riesgo de equivocarnos. De
la Compañía
se puede hablar solamente en forma narrativa. Solo en la narración se
puede hacer discernimiento, no en las explicaciones filosóficas o teológicas, en
las que es posible la discusión. El estilo de la Compañía no es la discusión, sino
el discernimiento, cuyo proceso supone obviamente discusión. El aura mística
jamás define sus bordes, no completa el pensamiento. El jesuita debe ser
persona de pensamiento incompleto, de pensamiento abierto. Ha habido etapas
en la vida de la Compañía en las que se ha vivido un pensamiento cerrado,
rígido, más instructivo-ascético que místico: esta deformación generó el Epítome del Instituto”.
Con esto el Papa alude a una especie de resumen práctico, en uso
en la
Compañía y formulado en el siglo XX, que llegó a ser considerado
como sustituto de las Constituciones. La
formación que los jesuitas recibían sobre la Compañía, durante un tiempo,
venía marcada por este texto, hasta el punto que alguno podía no haber
leído nunca las Constituciones, que
constituyen el
texto fundacional. Según el Papa, durante este período en la
Compañía las
reglas han corrido el peligro de ahogar el espíritu, saliendo
vencedora la
tentación de explicitar y hacer demasiado claro el carisma.
Prosigue: “No. El jesuita piensa, siempre y continuamente, con los
ojos
puestos en el horizonte hacia el que debe caminar, teniendo a
Cristo en el
centro. Esta es su verdadera fuerza. Y esto es lo que empuja a la
Compañía a
estar en búsqueda, a ser creativa, generosa. Por eso hoy más que
nunca ha de
ser contemplativa en la acción; tiene que vivir una cercanía
profunda a toda la
Iglesia, entendida como ‘pueblo de Dios’ y ‘santa madre Iglesia
Jerárquica’.
Esto requiere mucha humildad, sacrificio y valentía, especialmente
cuando se
vive incomprensiones o cuando se es objeto de equívocos o
calumnias; pero es
la actitud más fecunda. Pensemos en las tensiones del pasado con
ocasión de
los ritos chinos o los ritos malabares, o lo ocurrido en la
reducciones del
Paraguay”.
“Yo mismo soy testigo de incomprensiones y problemas que la
Compañía
ha vivido aun en tiempo reciente. Entre estas estuvieron los
tiempos difíciles en
que surgió la cuestión de extender el ‘cuarto voto’ de obediencia
al Papa a
todos los jesuitas. Lo que a mí me daba seguridad en tiempos del
padre Arrupe
era que se trataba de un hombre de oración, un hombre que pasaba mucho tiempo
en oración. Lo recuerdo cuando oraba sentado en el suelo, como hacen los
japoneses. Eso creó en él las actitudes convenientes e hizo que tomara las decisiones
correctas”.
EL MODELO: PEDRO FABRO, “SACERDOTE REFORMADO”
En este momento me pregunto qué figuras de jesuitas, desde los orígenes
de la Compañía hasta hoy, le habrán impresionado de modo especial. Y le
pregunto al Pontífice si hay algunos, cuáles son y por qué. El Papa comienza
citando a san Ignacio y san Francisco Javier, pero enseguida se detiene en una
figura que los jesuitas conocen, pero que no es muy conocida por lo general: el
beato Pedro Fabro (1506-1546), saboyano. Se trata de uno de los primeros
compañeros de san Ignacio, el primero de todos, compañero de habitación cuando
los dos eran estudiantes en la Sorbona. El tercer ocupante de aquella
habitación era Francisco Javier. Pío IX le declaró beato el5 de septiembre de
1872, y está tramitándose el proceso de canonización.
Me cita una edición de su Memorial, cuya publicación él mismo encargó, siendo superior
provincial, a dos especialistas jesuitas, los padres Miguel A. Fiorito
y Jaime H. Amadeo. Una edición que gusta especialmente al Papa es la preparada
por Michael de Certeau. Le pregunto qué le llama tanto la atención de
Fabro, y qué rasgos le impresionan más de él.
“El diálogo con todos, aun
con los más lejanos y con los adversarios; su piedad sencilla,
cierta probable ingenuidad, su disponibilidad inmediata, su atento
discernimiento interior, el ser un hombre de grandes y fuertes decisiones que
hacía compatible con ser dulce, dulce…”.
Al escuchar al papa Francisco, que va enumerando las
características
personales de su jesuita preferido, comprendo hasta qué punto esta
figura haya
constituido para él un verdadero modelo de vida. Michel de Certeau
define a
Fabro sencillamente como el “sacerdote reformado” para quien
experiencia
interior, expresión dogmática y reforma estructural eran
realidades
estrechamente inseparables. Me parece entender, por eso, que el
papa
Francisco se inspira en este tipo de reforma. Pero él sigue
adelante,
reflexionando sobre el verdadero rostro del fundador.
“Ignacio es un místico, no un asceta. Me enfada mucho cuando oigo decir
que los Ejercicios Espirituales son ignacianos solo porque se hacen en silencio.
La verdad es que los Ejercicios pueden ser perfectamente ignacianos incluso
en la vida corriente y sin silencio. La tendencia que subraya el ascetismo,
el silencio y la penitencia es una desviación que se ha difundido incluso
en la Compañía, especialmente en el ámbito español. Yo, por mi parte, soy
y me siento más cercano a la corriente mística, la de Luois Lallement y Jean-Joseph
Surin. Fabro era un místico”.
LA EXPERIENCIA DE GOBIERNO
¿Qué tipo de experiencia de gobierno puede hacer madurar la
formación
que ha recibido el padre Bergoglio, que fue superior y superior
provincial de la
Compañía de Jesús? El estilo de gobierno de la Compañía implica
que el
superior toma las decisiones, pero también que establece diálogo
con sus “consultores”. Pregunto al Papa: “¿Piensa que su experiencia de
gobierno en
el pasado puede ser útil para su situación actual, al frente del
gobierno
universal de la Iglesia?”.
El Papa Francisco, tras una breve pausa de reflexión se pone
serio, pero
muy sereno.
“En mi experiencia de superior en la Compañía, si soy sincero, no
siempre
me he comportado así, haciendo las necesarias consultas. Y eso no
ha sido
bueno. Mi gobierno como jesuita, al comienzo, adolecía de muchos
defectos.
Corrían tiempos difíciles para la Compañía: había desaparecido una generación
entera de jesuitas. Eso hizo que yo fuera provincial aún muy joven.
Tenía 36 años: una locura. Había que afrontar situaciones
difíciles, y yo tomaba
mis decisiones de manera brusca y personalista. Es verdad, pero
debo añadir
una cosa: cuando confío algo a una persona, me fío totalmente de
esa
persona. Debe cometer un error muy grande para que yo la reprenda.
Pero, a
pesar de esto, al final la gente se cansa del autoritarismo. Mi
forma autoritaria y
rápida de tomar decisiones me ha llevado a tener problemas serios
y a ser
acusado de ultraconservador. Tuve un momento de gran crisis
interior estando
en Córdoba. No habré sido ciertamente como la beata Imelda, pero
jamás he
sido de derechas. Fue mi forma autoritaria de tomar decisiones la
que me creó
problemas”.
“Todo esto que digo es experiencia de la vida y lo expreso por dar
a entender
los peligros que existen. Con el tiempo he aprendido muchas cosas.
El Señor ha permitido esta pedagogía de gobierno, aunque haya sido
por
medio de mis defectos y mis pecados. Sucedía que, como arzobispo
de Buenos
Aires, convocaba una reunión con los seis obispos auxiliares cada quince
días y varias veces al año con el Consejo presbiteral. Se formulaban preguntas
y se dejaba espacio para la discusión. Esto me ha ayudado mucho a optar
por las decisiones mejores. Ahora, sin embargo, oigo a algunas personas que
me dicen: “No consulte demasiado y decida”. Pero yo creo que consultar es
muy importante. Los consistorios y los sínodos, por ejemplo, son lugares importantes
para lograr que esta consulta llegue a ser verdadera y activa. Lo que
hace falta es darles una forma menos rígida. Deseo consultas reales, no formales.
La consulta a los ocho cardenales, ese grupo consultivo externo, no es
decisión solamente mía, sino que es fruto de la voluntad de los cardenales, tal
como se expresó en las Congregaciones Generales antes del Cónclave. Y deseo
que sea una consulta real, no formal”.
“SENTIR CON LA IGLESIA”
No abandono el tema de la Iglesia e intento comprender qué
significa
exactamente para el Papa Francisco el “sentir con la Iglesia” del
que escribe
san Ignacio en sus Ejercicios Espirituales. El Papa responde sin dudar, partiendo
de una imagen.
“Una imagen de Iglesia que me complace es la de pueblo santo, fiel
a Dios.
Es la definición que uso a menudo y, por otra parte, es la de la Lumen Gentium en su número 12. La pertenencia a un pueblo tiene un fuerte valor teológico:
Dios, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad
plena sin pertenencia a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo
aislado, sino que Dios nos atrae tomando en cuenta la compleja trama
de relaciones interpersonales que se establecen en la comunidad humana.
Dios entra en esta dinámica popular”.
“El pueblo es sujeto. Y la Iglesia es el pueblo de Dios en camino
a través
de la historia, con gozos y dolores. Sentir con la Iglesia, por
tanto, para mí
quiere decir estar en este pueblo. Y el conjunto de fieles es
infalible cuando
cree, y manifiesta esta infalibilidad suya al creer, mediante el
sentido
sobrenatural de la fe de todo el pueblo que camina. Esta es mi
manera de
entender el sentir con la Iglesia de que habla san Ignacio. Cuando
el diálogo
entre la gente y los obispos y el Papa sigue esta línea y es leal,
está asistido
por el Espíritu Santo. No se trata, por tanto, de un sentir
referido a los
teólogos”.
“Sucede como con María: Si se quiere saber quién es, se pregunta a
los
teólogos; si se quiere saber cómo se la ama, hay que preguntar al
pueblo.
María, a su vez, amó a Jesús con corazón de pueblo, como se lee en
el Magníficat.
Por tanto, no hay ni que pensar que la comprensión del ‘sentir con la
Iglesia’ tenga que ver únicamente con sentir con su parte jerárquica”.
El Papa, tras un momento de pausa, precisa de manera seca, para
evitar
ser malentendido: “Obviamente hay que tener cuidado de no pensar
que esta
infallibilitas de
todos los fieles, de la que he hablado a la luz del Concilio, sea una
forma de populismo. No: es la experiencia de la ‘santa madre Iglesia jerárquica’,
como la llamaba san Ignacio, de la Iglesia como pueblo de Dios, pastores
y pueblo juntos. La Iglesia es la totalidad del pueblo de Dios”.
“Yo veo la santidad en el
pueblo de Dios, su santidad cotidiana. Existe una ‘clase media de
la santidad’ de la que todos podemos formar parte, aquella de
que habla Malègue”.
El Papa se refiere a Joseph Malègue, escritor francés muy de su
agrado,
nacido en 1876 y muerto en 1940. En particular a su trilogía
incompleta Pierres noires: Les Classes moyennes du Salut. Algunos
críticos franceses lo han
definido como “el Proust católico”.
“Veo la santidad –prosigue el Papa– en el pueblo de Dios paciente:
una
mujer que cría a sus hijos, un hombre que trabaja para llevar a
casa el pan, los
enfermos, los sacerdotes ancianos tantas veces heridos pero
siempre con su
sonrisa porque han servido al Señor, las religiosas que tanto
trabajan y que
viven una santidad escondida. Esta es, para mí, la santidad común.
Yo asocio
frecuentemente la santidad a la paciencia: no solo la paciencia
como
hypomoné, hacerse
cargo de los sucesos y las circunstancias de la vida, sino también
como constancia para seguir hacia delante día a día. Esta es la santidad
de la Iglesia militante de la que habla el mismo san Ignacio. Esta era la
santidad de mis padres: de mi padre, de mi madre, de mi abuela Rosa, que me
ha hecho tanto bien. En el breviario llevo el testamento de mi abuela Rosa, y lo
leo a menudo: porque para mí es como una oración. Es una santa que ha sufrido
mucho, incluso moralmente, y ha seguido valerosamente siempre hacia delante”.
“Esta Iglesia con la que debemos sentir es la casa de todos, no
una
capillita en la que cabe solo un grupito de personas selectas. No
podemos
reducir el seno de la Iglesia universal a un nido protector de
nuestra
mediocridad. Y la Iglesia es Madre –prosigue–. La Iglesia es
fecunda, debe
serlo. Mire, cuando percibo comportamientos negativos en ministros
de la
Iglesia o en consagrados o consagradas, lo primero que se me
ocurre es: ‘un
solterón’, ‘una solterona’. No son ni padres ni madres. No han
sido capaces de
dar vida. Y sin embargo cuando, por ejemplo, leo la vida de los
misioneros
salesianos que fueron a la Patagonia, leo una historia de vida y
de fecundidad”.
“Otro ejemplo de estos días: he visto que los periódicos se han
hecho
mucho eco de una llamada de teléfono que hice a un muchacho que me
había
escrito una carta. Le telefoneé porque aquella carta había sido
muy hermosa,
muy sencilla. Para mí, supuso un acto de fecundidad. Caí en la
cuenta de que
se trataba de un joven que está creciendo, que ha reconocido a su
padre y le
cuenta, sin más, algo de su vida. El padre no puede decirle,
simplemente, ‘paso
de ti’. A mí, esta fecundidad me hace mucho bien”.
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